Faltaban pocos días para la celebración de la fiesta del Fuego Nuevo,
con la que cada 52 años celebramos el principio de un nuevo siglo en la sierra
de Uizachtlán. Los augurios de los sacerdotes y
adivinos para el nuevo siglo, no habían sido buenos y, en realidad, nunca antes
había visto al pueblo tan asustado. Los presagios aseguraban que grandes casas
flotantes con alas, de las que descenderían hombres con cuatro patas,
destruirían el Imperio Mexica. Algunos creyeron y
otros no; de cualquier forma la gente estaba angustiada, el ambiente tenso
reinaba en toda la ciudad.
Necesitaba distraerme un poco y a pesar de que tendría que hacer un viaje a
pie y canoa desde Tenochtitlán, decidí asistir al Tlachtli organizado en la Alameda de Texcoco. Salí antes de que despuntaran las primeras luces
del alba y llegué justo al medio día, cuando Tonatiuh
extendía su lengua sobre las murallas, palacios, canales y plazas, para
hacerlos refulgentes como él, poniendo frente a mí un espejismo de colores
blanco, rojo, verde y azul. Descendí de una canoa que me llevó a una calzada
principal y no tuve que caminar mucho para llegar a la Alameda. Apenas bajé,
caminé unos cuantos pasos y me topé con un mercado. Supuse de inmediato que era
el mercado de Texcoco, del que mi madre me había
hablado con tanto gusto y recordé como brillaban sus ojos mientras me decía que
ahí vendían las hueipillis más bellas
que jamás había visto. Le gustaban los bordados de colores vistosos, sobre los
que ponía collares de obsidiana, ámbar, jade y otras cuentas preciosas. Dejé mi
recuerdo y decidí pasear por ahí. Solo podían escucharse las letanías de los pochtecas que anunciaban a todo pulmón sus
mercancías, haciéndola de merolicos. Este tianguis era como cualquier otro: en
una manta colocada sobre el piso, los comerciantes tenían acomodados sus
productos. Cada pasillo estaba dedicado a algún bien en especial, por ejemplo,
estaba el de los granos; ahí podían encontrarse elotes, frijoles, cacao y huitlacoche;
en el de la ropa había toda clase de maxtlats,
timalis, cactlis, cueitls y hueipillis
como las que alguna vez usó mi madre. Había un pasillo donde vendía comida
y otro de herramientas (ahí cambié unas cuentas de jade por un filoso cuchillo
de pedernal con un águila labrada en el mango). En el corredor de los animales,
los guajolotes y los perros xólotl estaban
colgados de una maceta y si el cliente quería, ahí mismo los mataban y los
desollaban. Justo pasaba por un puesto, cuando un
hombre quitaba las vísceras de un perro. Como Tonatiuh
calentaba mucho, el olor de la sangre de los animales dominaba al de la comida
e incluso al del sudor de la multitud. Me sentí nauseado y salí del mercado,
para encontrarme frente a la Alameda. Lo primero que pensé cuando la vi, fue que en Tenochtitlán
también habían construcciones como ésta. El edificio
era de cantera, con una barda del tamaño de cuatro hombres regulares puesto uno
sobre otro y del grosor de unos diez. Esta especie de muralla rodeaba el
estrecho rectángulo de juego que especialmente para el momento estaba todo
cubierto de tierra con una raya trazada en ella a cada lado. En una de las
paredes del rectángulo, estaba en relieve Tezcatlipoca,
el dios del espejo humeante, propiciador de todas las guerras. Llevaba un alto
penacho y los brazos extendidos; en su boca había una franja negra hecha de tizne , lo que significa que este dios podía verlo todo. En
el otro muro estaba Huitzilopóchtli, el
colibrí zurdo, hijos del Sol y dador de vida, a quién había que rendir continuo
culto para que la luz nunca se extinguiera y pudiera derrotar a la noche,
salvando al mundo de quedar sumido en una obscuridad
permanente. Este dios necesitaba sangre humana para subsistir; es así, como
este líquido precioso obtenido de prisioneros de guerra, esclavos, doncellas,
guerreros, niños y jugadores del Tláchtli, le era
ofrendado en diferentes fiestas a lo largo del año. Para las doncellas, los
niños, los guerreros y los deportistas, el hecho de ser sacrificados en estas
ceremonias era un gran honor, ya que les garantizaba ser compañeros de Tonatiuh en su viaje por el cielo y en su lucha contra la
noche. Esta era una ocasión especial, y los jugadores tendrían que tratar de
ser los primeros en ensartar una pelota de hule macizo (que pesa más que un
niño recién nacido) por uno de los dos aros de granito verde y blanco colocado
en las paredes, uno frente al otro. Las argollas son tan grandes como el
diámetro de los brazos de cuatro hombres unidos en círculo, aunque el tamaño
del agujero por donde tiene que pasar el balón es apenas justo de la medida de
éste. El aro está adornado con esmeraldas, anillo y esféricos en bajo relieve.
Me quedé sentado esperando el inicio de la ceremonia y recuerdo haber tomado
agua de chía y un huautli con miel, que
es una especie de pan hecho con semillas de amaranto. Como la gente aún no
llegaba, me recosté en al barda y sin quererlo, me dormí.
No
sé cuanto tiempo habrá pasado hasta que desperté, y que cuando lo hice, la
gente estaba aconglomerada en las bardas, esperando
el inicio del partido. Me perdí la ceremonia del comienzo y solo llegué a
escuchar a un músico tocando una música de flauta, el fin del ritual de inicio.
El calor estaba más fuerte que en la mañana, y yo sentía sofocarme estando
apretujado por tanto público que seguía llegando. Me sorprendió ver que en esta
ocasión no únicamente los macehuales, sino
también los ricos, los pipiltín, abarrotaban
los muros; entonces cruzó por mi mente la idea de que este partido de tlachtli tenía algo de particular aún cuando los hombres y
mujeres de ambas clases, no vistieran ropas de gala como se hace en las
ceremonias de sacrificio. Los taparrabos y las blusas de los y las asistentes
eran en general de color blanco con algún bordado de hilo de algodón, teñido de
colores vivos; los más ricos tenían bordados de plumas, pero nada
exageradamente fastuoso. Me pareció extraño que la
afición estuviera tan seria y con tan poco ánimo, siendo que un partido así,
era motivo de fiesta prolongada por muchos amaneceres. Creí que lo que sucedía
era porque a las personas les afectaba el rumor, cada vez más extendido, sobre
las malas profecías.
Escuché que un hombre que estaba parado junto a mí, daba a su hijo algunos
detalles sobre el juego de pelota. Le explicó que el tlachtli
se juega con los pies descalzos y que únicamente se puede golpear al balón con
las caderas, las rodillas o los codos. Si alguna otra parte del cuerpo toca el
esférico, se dará uno de lo ocho puntos malos permitidos al conjunto infractor.
Como el juego es rudo, el deportista debe usar un taparrabo, un cinturón de hule
macizo y unas tiras de piel de venado para proteger los muslos que raspan
constantemente contra el suelo. El equipo que ensarte primero la pelota en su
aro, no en el contrario, gana. El niño, que había escuchado la explicación con
una expresión impávida, abrió desmesuradamente los ojos cuando su padre dijo:
- El que gane en la afrenta hoy, será sacrificado al dios que corresponda.
La noticia nos sorprendió a ambos.
Los hombres de la sección derecha del campo lucharían por la victoria en
honor de Tezcatlipoca; los de la sección izquierda,
jugarían por Huitzilopóchtli. El balón seguía inmóvil
en la mano del guerrero emplumado y el público, pardo en las gradas, aplaudía y
gritaba al equipo del colibrí zurdo, con el méxtlatl
rojo. El equipo del espejo negro, con el taparrabo verde, era abucheado.
Parecía que ese día todos se oponían a la idea de
ofrecer algo al dios de la guerra...
El juego empezó; el águila soltó la pelota y el equipo de Tezcatlipoca se apoderó del balón. Uno de los jugadores,
con un rápido movimiento de cadera, mandó el balón muy cerca del aro; el
público lanzó un grito de emoción porque nada pasó, los del méxcatl
verde parecían mejores. El balón seguía viajando de lado a lado, sin caer al
piso; dolía el cuello de tanto seguir a la pelota y mientras esto pasaba, la
gente se quedaba casi muda, como para no desconcentrar a su favorito. Cuando
menos lo esperábamos, un balón del equipo rojo, casi ensarta la pelota en el
aro, la afición estalló en gritos de júbilo y se mostró optimista, hasta que el
esférico golpeó a uno de los deportistas. El herido se derrumbó de bruces, pero
parecía consciente. Uno de los jugadores corrió por una vasija naranja con agua
y enjuagó la bola de hule en ella. Después dio a beber el líquido al hombre
lastimado, quien más tarde se incorporó y siguió jugando.
El tlachtli siguió su curso, el calor había cedido
y podía sentirse la brisa fresca de los primeros vientos nocturnos. La pelota
viajaba de lado a lado; el ambiente estaba aún misteriosamente tenso.
Súbitamente entró un grupo de hombres que se acercó al caballero águila, para
murmurarle algo al oído. El guerrero detuvo el partido y anunció con voz grave:
- ¡Las profecías se han cumplido, parece ser el fin
del quinto sol. Las casas flotantes han llegado. Hagamos sacrificios para Huitzilopochtli y perforemos nuestras orejas con espinas de
Maguey!
Nunca olvidaré las expresiones de pánico de la multitud y el miedo mezclado
con el desconcierto colectivo. El juego se suspendió y la tensión cedió su
lugar al terror. Fue en 1519, el día 8-Lagarto de nuestro año 1-Caña.
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